sábado, 10 de mayo de 2014

Momentos despiezados

Uno, bonito. 
Cuando, más o menos hacia el mediodía, caminas hacia tu casa envuelto en un manto de bochorno. Y, de repente, una gota no, un goterón choca contra tu hombro. Miras hacia arriba, medio mosqueada, medio agradecida, y aprietas un poco el paso para llegar antes a un techo cubierto. Pero al lagrimón le sigue el llanto, y cuando quieres darte cuenta estás huyendo a la carrera de los chorros de agua que caen del cielo. Es ahí, la lluvia en la cara, los rayos de sol que se filtran en los nubarrones haciendo que todo luzca amarillo, dorado, el calor, el olor húmedo de la tierra, la sed del asfalto. El arco iris que se forma ante tus ojos. Ese momento eufórico en el que corres aunque ya no es necesario: estás empapado y es maravilloso.

Otro, cruel.
El mismo camino, acabas de bajar del autobús. Hace calor, pero del que pica. El sol es despiadado, y tú te sientes despiadada también. Estás cansado, quieres llegar a casa. Todo suda y todo apesta y todo quema. Es sólo un instante, es ese hombre bajito al que se le ve el cartón, con gafas feas y orejas salientes, con un traje azul marino también feo. Todo es feo. Encaja tan jodidamente bien con el momento, que te molesta. Le odias. Le pegarías una patada en su rancio trasero de vendedor de seguros falsos. Observarías cómo rueda por la cuesta abajo. Es sólo un instante. Ahora ya no te molesta, de hecho, te da una cierta compasión. Hay algo triste y patético en él. Jamás le harías ningún mal. Y en la parte de arriba de la cuesta sopla una ligera brisa.

Otro, triste.
En casa, oyes un zumbido (que tu imaginación origina en un enjambre de avispas gigantes asesinas) y te acercas a ver qué pasa. Aliviada, observas que sólo es una solitaria abeja... enorme, eso sí. Te quitas la zapatilla y observas. La abeja choca desesperadamente contra la ventana del pasillo, se enreda en la cortina y se traba en la persiana. Como un ser ciego y furibundo en un laberinto inexistente, haciendo caso omiso a tus débiles intentos de ahuyentarla o acabar con ella. En su delirio, cae mareada al suelo. Te acercas y revive, pero sólo para reanudar con más fervor aún sus intentos de escapar cuando es imposible, empeñada en ir en la dirección contraria a su libertad, guiada por una luminosidad asesina. Al cabo de un rato, el zumbante golpeteo cesa y descubres a la abeja muerta en el suelo. Éste es, es el momento. Cuando, aún con la zapatilla en la mano, te tragas las lágrimas que estaban a punto de salir y vas a por la escoba con un extraño nudo en el estómago.




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