Raimundo Marín era un tipo curioso, de éstos que parecen de
alguna manera hinchados, que no gordos, con una impresionante cara rubicunda y
feroz.
Si uno prestaba atención, podía llegar a ver las chispas que
salían de sus orejas cuando se alteraba, lo que ocurría tan a menudo que, de
haber sido posible convertirlas en electricidad, hubieran podido iluminar una
manzana entera durante unas horas.
Una vez, su secretario perdió unos papeles importantes y más
tarde juró y perjuró que había podido notar un interesante olor a chamusquina procedente
del Sr. Marín. Ni que decir tiene que el buen empleado centró todos sus
esfuerzos en salir disimuladamente por patas del despacho de su jefe, convencido
de que iba a acabar explotando como una olla a presión y arrastrándole a él en
su furibunda onda expansiva.
Sí, Raimundo era lo que su abuela, que en paz descanse,
llamaba de “genio vivo”. Pero no destacaba mucho más. Era apreciado en la
oficina en la que trabajaba, y todos le consideraban un hombre “hecho y derecho”,
para quitarse el sombrero. Claro que no sabían mucho de él, aparte de que no
estaba casado. Nunca se quedaba después del trabajo, aludiendo que estaba
cansado, llevaba trajes marrones ligeramente pasados de moda y todos le presuponían
algún hobby con un nivel de riesgo y emoción equiparable a la filatelia.
En realidad la vida del Señor Marín no era muy distinta de lo que pensaban. No le hubiera importado casarse, no era un solitario,
pero necesitaba tener cierto celo con su privacidad. Y pocas personas hubiesen
podido convivir con sus pequeñas peculiaridades.
Oficialmente, en los años de su juventud, su coche había
decidido que los frenos eran para los débiles y se había precipitado
alegremente por un terraplén llevando a un chispeante Raimundo Marín en su
interior. Menos mal que un árbol decidió frenar la carrera, resultando en un
nada espectacular choque que dejó a Raimundo inconsciente durante un rato
encima del claxon. Atraídos por el sonido infernal, los servicios de emergencia
llegaron rápidamente y comprobaron que no había nada que unos puntos y muchos
analgésicos no pudieran solucionar. Colorín colorado y este cuento ha acabado.
Raimundo Marín nunca se atrevió a confesar a nadie lo
contrario. Como por ejemplo, que mientras el coche rodaba ladera abajo, un
montón de luces le habían rodeado y, sin saber cómo, había acabado cabeza abajo
en algo que parecía una jaula; en un lugar que, por las paredes metálicas y los
paneles de control llenos de lucecitas, dedujo que no era su coche. Con su
habitual capacidad para mantener la calma en situaciones de tensión, había
optado por prorrumpir en improperios varios hasta que apareció atravesando la
pared un curioso personaje de piel verdeazulada y serios problemas de alopecia.
Le dijo algo que probablemente pretendía ser tranquilizador, a lo que Raimundo
respondió tirándole uno de sus zapatos. Poco después, una aguja se clavaba en
su brazo, sumiéndole en un sopor que cualquier fan de los opiáceos hubiese
admirado. El Sr. Marín nunca pudo recordar más allá de un batiburrillo de
sensaciones extrañas, pero desde entonces su vida se volvió ligeramente distinta.
Cada tarde, el Sr. Marín llegaba a casa del trabajo,
atravesaba la típica y aburrida entrada y colgaba su abrigo en el perchero. Cuidando que
puertas y ventanas estuviesen bien cerradas, entraba en un salón que hubiese
hecho las delicias de cualquier diseñador colocado de LSD y aficionado al
fosforito. Allí, desconectaba el teléfono, y esperaba hasta la noche para salir
a por un par de deliciosos gatos del vecindario que tomaba como opípara cena;
terminando la velada como cualquier otro, sentado en el sofá mirando la
estática de la tele y comiendo caramelos explosivos.
2 comentarios:
Simplemente genial, me encantó. Me gusta tu estilo, ya estoy siguiendo el blog, nos vemos en el taller!
XD
Muchas gracias! Nos vemos! :)
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