domingo, 14 de abril de 2013

Dentro del agua I

  Era una desapacible noche. Las olas del mar chocaban contra los maderos podridos del viejo embarcadero.  Ni un alma se hubiese atrevido a pisarlo, se quebraría, condenando al osado aventurero a un buen chapuzón en el mejor de los casos. O a la muerte entre las rocas, en el peor. La corriente en ese lugar era famosa por traicionera y hasta los incautos turistas se guardaban de desafiarla.
  De todas maneras, aquella noche no había peligro, ya que el lugar se hallaba vacío. Los relámpagos iluminaban las aguas negras salpicadas de espuma con un resplandor enfermizo que las convertía en una pócima venenosa. No hubo perdón para el cuerpo que flotaba entre las olas, zarandeado por ellas, apareciendo y desapareciendo hasta que por fin, fue escupido entre las rocas, con la fortuna de ser arrastrado hacia una cueva oculta, horadada por furiosas tormentas y suaves oleajes durante siglos, más antigua que la memoria, virgen de la intromisión humana.
  El cuerpo chocó contra la pared violentamente, cayendo a suelo firme en esa posición antinatural que deja claro que los elementos no respetan siquiera el frío reposo de la muerte. Los peces, por el contrario, sí lo habían respetado, pues aún hinchado y verdoso, el cadáver mostraba sus rasgos intactos, especialmente los ojos, de mirada fija y perdida en el mundo al que van los que dejan atrás este. Era una joven, casi una niña, que había encontrado su fin prematuramente entre las mismas aguas que ahora maltrataban su cuerpo. El pelo, largo hasta la cintura, estaba hecho una maraña con algas verdes, y su ropa había dejado de tener forma o color. No sería posible aventurar su procedencia, pero sí sabemos con certeza que su destino era acabar descansando en el encharcado suelo de esa cueva. 
  Poco después, un torrente de agua cálida y salada comenzó a inundar la cueva de forma inusitadamente calmada. Enterró bajo las aguas la figura, casi como si la abrazara, y la inundó totalmente, desplazando el agua fría que se había alojado ya en sus pulmones, en su estómago, en todos los lugares de su organismo.
  En verdad ese torrente se comportaba de una forma muy extraña. Como si tuviese una voluntad que lo guiase. Cuando hubo terminado su cometido, se retiró, dejando el cuerpo con delicadeza en el suelo rocoso, con mucho mejor aspecto del que tuviese en un principio. La calma sucedió a la tempestad, como es costumbre, y la gruta quedó a oscuras, secreta, guardando a su siniestro ocupante.

(Continuará...)


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