jueves, 29 de marzo de 2012

Pequeña inconsciente

Lo vi todo desde mi tienda. Si no fuera porque estoy convencido de que mis ojos no me engañan, jamás lo hubiera creído posible, pero de momento ni la ceguera ni la locura han tenido nada que ver conmigo, así que reconoceré que así sucedió.

Trabajo en una tienda de artículos de segunda mano, en una ciudad lo suficientemente grande como para ser ruidosa y sucia. Pero no tanto como para que uno pudiese perderse en ella si lleva un tiempo pateando sus calles. Por eso supe que esa niña era de fuera.

Entró en mi tienda y curioseó un poco por las estanterías, sin demasiada prisa. Tendría unos catorce años, delgaducha, con el pelo rubio y un abrigo marrón más apropiado para mi madre que para ella. Cuando me vio, se me acercó para preguntarme por una dirección de un hotel de la zona.

Yo, haciendo un alarde de civismo, le pregunté si estaba sola, y dónde estaban sus padres. Al segundo me arrepentí; no es por nada, pero no tengo una pinta muy decente gracias a unos añitos que pasé intentando ahogarme en el fondo de una botella. Pero eso pertenece al pasado, y no quería que la niña se pensase que era un pervertido depravado o algo por el estilo.

Ella ni se inmutó. Me contó que estaba sola, que iba de paso hacia otra ciudad más grande y más bonita. Que allí nadie la esperaba.

Me resistía un poco a dejarla marchar, se estaba haciendo de noche y por esta zona nunca he visto pasar ningún taxi. Lo que sí que se ve con frecuencia son mujeres ligeras de ropa haciendo la calle con sus correspondientes chulos y clientes. No es un buen sitio para una niña. Pero ese día no había nadie fuera, y no tenía ningún derecho a retenerla, así que decidí tener a mano el teléfono por si hacía falta llamar a la policía.

Cuando ella salió de la tienda, no tuvo tiempo de andar ni dos pasos hasta que dos habituales del bar de enfrente salieron y la dijeron algo. Ella se acercó con tranquilidad y se puso a hablar con ellos. No oí lo que decían, pero supongo que no sería muy diferente a la conversación que acabábamos de mantener. Pequeña inconsciente… agarré el teléfono dispuesto a marcar.

Pero no tardé mucho en soltarlo. Uno de los hombres agarró de la cintura a la niña, y ella le dijo algo. Ellos rieron con fuerza, y el otro alargó la mano con expresión lasciva hacia ella. Fue un abrir y cerrar de ojos. No más. De alguna manera la niña les agarró y les tiró al suelo, haciéndoles gritar de dolor. Una rápida patada y los dos estuvieron cegados con la nariz rota, tumbados en el suelo y sollozando mientras la sangre se escurría entre sus dedos. Fue cuestión de un segundo.

Ella se apartó para no mancharse y miró hacia mí, que había visto la escena boquiabierto por la ventana. El dueño del bar cerró la reja. La niña me sonrió. Una sonrisa dulce e infantil, levemente culpable, como si la hubiese pillado en una mentirijilla sin importancia.

“Soy una máquina de matar“, dijo. Y encogiéndose de hombros se fue, dejándome con un escalofrío recorriendo mi espalda.


No hay comentarios: