Siempre le había gustado ir a la playa al alba, cuando no había bañistas, apenas un puñado de paseantes y otros tantos corredores que aprovechaban la ausencia del sol para huir del calor que reinaba el resto del día. Ella disfrutaba contemplando esa extensión acerada, ondulante como el cuerpo de una criatura inmensa, observando cómo las primeras luces arrancaban destellos de su líquida piel. Admirando cómo los colores del día se iban acentuando, marcando la separación del cielo y la tierra, mudando plata por un profundo y lustroso azul.
Todos los días daba largos paseos por la orilla, casi hasta perder de vista las pequeñas casas blancas de los pescadores, los altos edificios de hoteles que se recortaban contra el crepúsculo incipiente. Dejaba que se desdibujaran entre las brumas matinales, que no existieran. Caminaba tranquila jugueteando con la arena mojada, coqueteando con las olas que amagaban con alcanzarla. Cuando lo conseguían, cuando el agua fría cosquilleaba sus tobillos, esbozaba una sonrisa involuntaria, sus ojos chispeantes, retadores. Volvía a casa con la mirada iluminada, sonrojada como una novia.
Aquella mañana fue más allá que de costumbre, hasta pasado el viejo faro que ya nadie regentaba. Y un poco más, bordeando el desierto de pálidas dunas, estáticas ante la calma que precede al día como si estuviesen conteniendo la respiración, esperando la llegada del fuego que dorase sus lomas.
La marea estaba baja y el océano en calma, ella se detuvo en la vasta plataforma que desnudaba la orilla. Miró hacia el cielo y él le devolvió la mirada, con un ligero rubor entre las finas nubes que poblaban el horizonte. El sol se adivinaba en la curvatura de la Tierra, pero aún no se había decidido a salir. Ella se desprendió de la ropa que llevaba puesta, lentamente, sin apresurarse, y la dejó sobre la arena seca. Puso encima una piedra para que el viento no se la llevase y se dirigió hacia el agua.
Liberada ya de cualquier barrera entre el mundo y la piel, se agachó y recorrió con las puntas de los dedos la superficie húmeda donde iban a romper las olas, recibiendo la tímida caricia de una de ellas como respuesta. Sonrió interesada, curiosa, atraída y atrayente.
Se recostó sobre la arena, dejando que el agua lamiera sus piernas, sus muslos, sus antebrazos. Que sus manos y sus pies se fundieran con el suelo. Suspiró echando la cabeza hacia atrás, inhalando la brisa marina que se estaba levantando, deslizando las manos adelante y atrás para sentir la textura sedosa de la orilla. La marea estaba subiendo.
Separó las rodillas, tratando de abarcar la mayor superficie posible. Los primeros rayos de sol finalmente hicieron su aparición y besaron suavemente su piel, sus labios entreabiertos, sus párpados cerrados. Un escalofrío electrizante que nada tenía que ver con el frío recorrió su espalda. El agua cubría ya sus tobillos, sentía su suave e insistente empuje entre las piernas. Clavó los dedos en la arena, no tenía frío ya. Las gotas saladas que salpicaban las olas se mezclaban con el ligero sudor que comenzaba a resbalar por su pecho. Oleadas de calor subían desde su bajo vientre, que notaba incandescente bajo el agua.
El sol asomaba entre las brumas como una bola de oro blanco, reflejándose en las crestas de espuma que penetraban en ella, estimulando las zonas más sensibles. El viento susurraba en sus oídos y sus jadeos quedaban ahogados por el sonido de las olas, cada vez más pronunciadas. Se tendió en el suelo para apreciar ya sin reservas el contacto del océano en su cuerpo, las acometidas de la marea a las que ella respondía con igual pasión moviendo sus caderas al ritmo del oleaje. Unos pocos rastros de sal brillaban en su piel de caramelo tostado y sus pezones estaban erectos, incitantes; se retorcía de placer abrazada por los rayos de un amanecer cada vez más presente, aferrándose a la arena, al aire, al agua.
La llegada del clímax le hizo arquear la espalda, irguiéndose por encima de las olas, paralizando el tiempo en un instante de éxtasis puro. De la más absoluta comunión. Mujer-arena, mujer-agua, mujer-sal. Un ser glorioso de materia y viento que al fin veía la luz, desmoronando los límites construidos entre la carne y el universo, revelando su existencia profunda, primigenia.
El momento pasó, la realidad siguió su curso. Ella rescató su ropa, a punto de ser alcanzada por la marea, y desanduvo el camino hacia el faro. Hacia las casas. Hacia los corredores matinales y los hoteles de varios pisos. Pero algo asomaba en su mirada. Un conocimiento antiguo y etéreo asomaba en el fondo de sus pupilas. Una certeza de lo inabarcable, de lo irracional. Exultante, brillante, eterna. Y cada latido de su corazón, cada huella en la arena, cada respiración, era un acto de amor.